Para aprender a decir
teatro
Manuel F. Vieites
… falsedad
bien ensayada
estudiado
simulacro …
El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social
entre personas mediatizada por imágenes.
Guy Debord, La sociedad del espectáculo
Aunque
Don Catalino Curet Alonso en la célebre canción interpretada por La Lupe
equipara conducta engañosa y teatro, lo cierto es que ni el conocimiento común
que late en el cancionero, ni la literatura más notable en épocas diversas, con
autores como Calderón o Shakespeare, acertaron a definir la naturaleza esencial
del teatro. Ni siquiera Patrice Pavis, en el ámbito del conocimiento
científico, en su Diccionario del Teatro,
pudo definir con precisión aquello que es distintivo del teatro como
manifestación social, cultural o artística, en buena medida porque si bien su
mirada al objeto es muy pertinente, resulta parcial, demasiado informada por la
filología y la literatura.
Peter
Brook (El espacio vacío) definió la
esencia de lo teatral al hablar de una persona que camina por un escenario
mientras otra la mira, en tanto Jerzy Grotowski (Hacia un teatro pobre) fijó los términos de ese encuentro al hablar
de un actor y de un espectador, lo que nos retrotrae a Vsevolod Meyerhold y al
concepto de convención y de recepción (Textos
teóricos). El teatro se asienta en una convención según la cual una persona
ejerce el rol de actor y la otra persona ejerce el rol de espectador. No hay
fingimiento, no hay falsedad, no hay simulacro, no hay mentira, porque la
esencia del teatro es la réplica, la REpresentación, la REcreación de mundos
dramáticos en un lugar llamado escena, siendo la escena aquel espacio que
acuerden ambos sujetos (el de la creación y el de la recepción), incluso mientras
el acontecimiento mismo se está produciendo. Y por eso nadie se precipita al
escenario cuando Hamlet hiere el cortinón tras el que se esconde Horacio,
aunque la Historia del teatro recoge anécdotas de personas que al no entender
esa convención se precipitaban a la escena a defender una dama o a abofetear al
truhán; por eso seguimos a los cómicos en su mojiganga de calle aceptando que
la plaza sea una selva y el portal de la esquina la gruta que habita un
monstruo. Hay tendencias (teatro invisible, acción y presentación escénica) que
juegan con los límites entre la realidad y la ficción, que parten de una forma
diferente de formular la convención, aunque ésta siempre existe.
La
expresión teatral (aquello que se va a ver) se asienta en la expresión dramática
(que deriva de la acción, del drama), y esta última deriva de lo que notables
psicólogos como William James, Herbert Spencer o Wilhelm Wundt definieron como
“instinto dramático” que no es otra cosa que la inclinación, la necesidad más
bien, del ser humano a “desempeñar” roles, por lo que con frecuencia en campos
como la Sociología la persona se explica como un “actor” social, otro
interesante concepto desarrollado por autores tan notables como Jacob L.
Moreno, Kenneth Burke, Gregory Bateson o Erving Goffman. Y aunque la conocida
expresión de Shakespeare, “All the World’s a stage (en As You Like it), parece muy afortunada, lo cierto es que el mundo,
la realidad, no es un escenario, al menos no un escenario de ficción, pues una
cosa es desempeñar roles y otra cosa bien diferente confundir realidad y
ficción, y confundir los usos y aplicaciones del “como si”. Cuando esto ocurre
estamos ante una psicopatología. Y hay personas que en esa incapacidad para
diferenciar entre realidad y ficción, entre rol y personaje, generan signos que
son indicios de lo que comúnmente se conoce como enfermedad, y que el tango Tranquilo viejo tranquilo formulaba así:
(…) no te aflijas, andá a Vieytes /
porque en Vieytes dan razón. En efecto, en el viejo psiquiátrico bonaerense
ubicado en la calle Hipólito Vieytes.
Como
bien explicara Erving Goffman (La
presentación de la persona en la vida cotidiana, Frame Análisis), todos nosotros en nuestra vida diaria buscamos
formas diversas de presentarnos ante los demás, en una verdadera “dramaturgia
de la situación” que forma parte de nuestra propia “dramaturgia de la
existencia” que nos define como personas concretas, con unas características
específicas, identificables, y que nos diferencian de los demás. Y así,
“actuamos” en función de nuestros objetivos, de lo que entendemos son las
expectativas de los demás, de la idea que pensamos que los demás puedan tener
de nosotros y que queremos confirmar o negar, o incluso de los cambios que se
puedan dar en el curso de la acción, y entonces improvisamos. Sobre todo ello
Caryl Churchill escribió una obra dramática titulada Marriage Of Toby's Idea
Of Angela And Toby's Idea Of Angela's Idea Of Tony (1968),
infelizmente inédita. Evidentemente en esa adecuación permanente de la
conducta, y de los roles desde la que se emite la misma, puede haber mentiras,
fingimientos, falsedades y simulacros, pero en ningún caso cabe decir que ESO
SEA TEATRO.
Y
viene todo esto a cuenta del uso inapropiado, acientífico, que la clase
política (y no pocos periodistas de ambos sexos) hace de la palabra teatro, lo
que a su vez es un signo que sirve de indicio preciso de no pocas cosas,
comenzando por una cierta estulticia y terminando con la constatación que en
esas referencias constantes al “teatrillo” están voceando su enorme desprecio
por las artes escénicas, un desprecio que nace de la incomprensión de los
principios sobre los que se asienta una forma artística que en Grecia gozaba
del pleno apoyo de la polis, por razones suficientemente explicadas desde las
más diversas disciplinas y por una tradición crítica de altísima solvencia
intelectual alentada en las más prestigiosas universidades europeas. Hay
bibliografía para quien quiera leer e informarse.
¿Es
correcto decir que los políticos están armando un “teatrillo” cuando negocian,
y se tiene la sensación de que no quieren llegar a un acuerdo? NO, en ningún
caso. Los políticos pueden fingir, mentir, falsear, montar un simulacro, pero
en ningún caso lo hacen como actores o actrices de teatro, sino como actores
sociales, como personas que gozan de una posición porque representan a muchas
otras personas, y esa es su convención, de la que deriva su función y su
responsabilidad. Y si merecen el calificativo de truhanes, no es porque jueguen
al teatro (que no lo hacen, ni saben seguramente), sino porque juegan al
engaño, al trampantojo, al embuste, porque practican el viejo arte de la
hipocresía.
¿Estarán
entonces montando una farsa? Tampoco, aunque el Diccionario de la Lengua le atribuya al vocablo, en su sentido
figurado, el significado de “enredo, trama o tramoya para aparentar o engañar”.
Lo que sí hacen es montar un espectáculo, en el sentido que le da al término el
Diccionario, que define como “acción
que causa escándalo o gran extrañeza”, o, lo que es peor, en el sentido que le
daba Guy Debord en La sociedad del
espectáculo, el espectáculo con el que reconstruyen y reafirman su
hegemonía para legitimar nuestra sumisión, por seguir al querido Antonio
Gramsci. Y más que hacer un “espectáculo”, lo que hacen, por volver al Diccionario, es “dar espectáculo”. Y hay
espectáculos que cada día son más denigrantes, por el escándalo, pero
especialmente por la sumisión implícita que conllevan, y que sería razón más
que suficiente para “correrles a gorrazos”.
No
digan pues teatro, ni teatrillo, ni farsa, ni drama, ni tragedia... al hablar
de sus trifulcas, cada vez más insufribles. Respeten un poco más el arte y la
cultura y no hagan gala de su estulticia, que ese es otro espectáculo, todavía
más escandaloso y contra el que ya clamaba Ricardo Mella hace más de un siglo,
reclamando la rebelión de los esclavos sin pan y la revolución social.
Hagan
política, y vayan al teatro, ¡caray! A ver si aprenden.