El último número de la
revista ADE/Teatro incluye un editorial de
Manuel F. Vieites en el que éste presenta algunos aspectos de la obra teórica de Percy Mackaye, prólogo a lo que será en breve un volumen editado por la Asociación de Directores de Escena de España que contendrá algunos de los textos más importantes de uno de los primeros autores en explicar el teatro como un servicio público.
Una casa de vida a tiempo completo
Manuel F. Vieites
En el volumen The Playhouse and the Play (1909), el
dramaturgo y poeta norteamericano Percy MacKaye, hijo del conocido y reconocido
director de escena Steele MacKaye, sitúa en la transversalidad de su discurso
una pregunta dirigida a sus lectores que, a medida que pasan las páginas, se va
convirtiendo en afirmación contundente. Es una pregunta transcendental para
todas aquellas personas que se dedican a analizar, investigar, o incluso diseñar
políticas teatrales, y que pocas veces aparece referida, formulada, y
contestada de una forma clara y precisa. También lo es, claro está, para todas
aquellas que se dedican a la práctica escénica, y su voz, por eso mismo,
debiera ser mucho más que un clamor tronante.
Si
asomamos nuestra mirada a bases de datos como DIALNET, en la que se recogen
contribuciones científicas de muy diverso calado y en muy diferentes campos del
saber, publicadas en España o en países iberoamericanos en los últimos años,
encontraremos muchos trabajos interesantes y no pocas aportaciones brillantes
en el campo de las políticas culturales e incluso teatrales, pero seguramente
echemos en falta, por lo que se dirá, un tratamiento específico de esa cuestión
transcendental que formula MacKaye una y otra vez. También se echa en falta esa
ausencia en las publicaciones y manifiestos de los sectores profesionales
propios de las artes escénicas, y su respuesta debiera ser sólida y
contundente, como lo viene siendo desde las páginas de esta revista.
Si
nos remontamos un poco en el tiempo y consideramos las directrices que en su
día impulsaron diferentes planes a nivel estatal y autonómico en España para la
recuperación de teatros, pero también para la creación de nuevos espacios culturales,
en nuestro caso auditorios, veremos como en este ámbito tampoco se ha querido o
se ha sabido contestar aquella pregunta que Percy Mackaye formulaba en 1909 y
que de nuevo volverá a plantear en 1912 cuando publique The Civic Theatre. Pocas respuestas se han dado igualmente desde
aquellos sectores que más interesados debieran estar en argumentarlas, y una
vez más nuestra revista es excepción.
Para
MacKaye se trata de establecer cuáles puedan ser las funciones del teatro, sus
funciones cívicas, su rol en el ordenamiento cultural y social de la ciudad o
la nación, su finalidad última, en suma. Y nos habla, entonces, del teatro en
una dimensión puramente material. Lo concibe como un edificio que puede tener
un enorme poder simbólico, o no tenerlo, ser un referente en el imaginario
sociocultural de la ciudadanía, o no serlo, estar lleno de vida, o no estarlo.
Por eso en algún momento dirá que “ignorar
la finalidad racional del arte dramático se convierte en la finalidad racional
del negocio teatral”. Y así llega a formular la Ley del Deterioro
Dramático, crucial en su crítica integral al teatro de su época.
MacKaye
concibe el edificio teatral como “una
casa de vida a tiempo completo”, con lo que nos viene a decir que todo
continente tiene que tener un contenido; que la recuperación y construcción de
espacios teatrales no pasa de ser una acción de recuperación patrimonial cuando
no va acompañada de un plan de acción teatral que llene de vida teatral el
edificio recuperado; que los estudios, investigaciones y trabajos de campo en
política teatral pueden ser muy substantivos pero pierden parte de su
substancia cuando no enfrentan los problemas reales en aquello que nuestros
ilustrados definían, hace más de doscientos años, como “el arreglo de los
teatros”. Y el problema real del teatro en España es que los edificios
teatrales en la mayoría de los casos no son ni casas de vida ni mucho menos a
tiempo completo.
Cierto
es que los teatros de los Estados Unidos de América en el primer y segundo
decenio del siglo XX, estaban llenos de actividad, pero creo que MacKaye en
ningún caso hablaría de vida para definir aquella actividad, sino de muerte, la
muerte del teatro como una de las bellas artes y su substitución por la
mercancía escénica. Eran tiempos aquellos en los que el Theatrical Syndicate
ejercía con absoluto poder su monopolio y en el que las compañías residentes de
muchas ciudades de los EUA habían desaparecido, y la programación de los
teatros en que aquéllas habían habitado se realizaba en base a contratación de
espectáculos llegados del exterior, los que distribuía el Theatrical Syndicate
desde Nueva York.
En
aquel entonces se había substituido la producción propia por la contratación
externa, y el edificio teatral y el teatro de entretenimiento pasaron a ser
casa de negocios y producto, por lo que el único dato de interés era el balance
de resultados una vez terminada la explotación del producto, y la posibilidad
de transferirlo a otras ciudades como Londres. Por eso, más que hablar de vida
cabría hablar de muerte, tanto en sentido figurado, y poético, como en relación
a la desaparición de tantas y tantas compañías con base local. Y así emergía
con fuerza el “show business”
y una cierta dimensión “industrial” en la producción teatral, la que en España
han estado reivindicando quienes todavía conciben las artes escénicas como
“industrias culturales” y se aferran al sintagma como si fuese reliquia de
santo varón.
Pasados
más de cien años desde que Percy MacKaye publicase sus dos trabajos
fundamentales, en 1909 y en 1912, la situación del edificio teatral en España
sigue siendo la misma. Ni es una casa de vida, ni lo es a tiempo completo,
insistimos.
Y
en estos momentos, cuando en España diferentes colectivos empiezan a calentar
motores para elaborar propuestas para el desarrollo de políticas teatrales, no
estaría de más recordar que el problema real que enfrenta este Estado en
materia teatral no es otro que la falta de convergencia con Europa en todo lo
que atañe las artes escénicas. Y un problema real de muchas de esas propuestas,
presente ya en alguna que se ha publicado y retirado en muy poco tiempo, es la
no consideración de lo evidente; aunque tal vez eso se deba a que determinados
equipos operan, pese a su defensa de una transversalidad periférica, con la lógica
de las grandes capitales y se olvidan de que España es mucho más que cuatro
calles de Madrid, Barcelona o Sevilla.
En
efecto, pasar por delante de un teatro de cualquier capital, ciudad o pueblo de
provincias implica constatar un hecho básico, y alimentar todavía más el
tópico: los teatros en España (salvo excepciones) no son casas de vida teatral,
salvo aquellos pocos días en que se presenta algún acto cultural, desde la
actuación de una rondalla a la presentación de una chirigota. Los teatros son,
además, dominio de los programadores, esas personas que en una lógica teatral
sistémica no debieran sino ser simples ejecutores de una política de repertorio
diseñada por el equipo de dirección artística de un teatro, como ocurre en toda
Europa y en buena parte del planeta. Percy MacKaye también explicaba en su día
en qué consiste un repertorio y cómo debe presentar la variedad suficiente para
atender a los públicos diversos que habitan la ciudad. Y así definía, ya en
1912, lo que debiera ser una compañía residente, y lo que acabó siendo en los
Estados Unidos o Inglaterra. En algunas cosas, lo esencial, lo básico, ya está
inventado.
Leyendo
la obra de Percy MacKaye, cien años después, somos todavía más conscientes de
que España, en materia teatral, es una anomalía en Europa, y no deja de ser
curioso que tantas y tantas personas insistan en vivir instaladas en la
anomalía, como si no fuese posible imaginar que los teatros todos de
titularidad pública de toda España, debieran estar habitados por una compañía
(o unión temporal de compañías) capaz de construir en ese teatro un repertorio
para toda la ciudadanía, para los diferentes públicos, y para bien del propio
teatro, como edificio y como arte. Una compañía con un elenco artístico y
técnico estable para desarrollar un trabajo permanente, sostenible.
Aquí,
de nuevo con MacKaye, aparece una cuestión fundamental, cual es la de la
responsabilidad ética y cívica del creador teatral, la deontología profesional
de los trabajadores y trabajadoras del teatro, en el mantenimiento y progreso
de lo que reclaman como “su arte”. Pero ahí reside también, como defendía
MacKaye, su salvaguarda artística y profesional, pues en un teatro concebido
como “casa de vida” y “a tiempo completo”, sus trabajadores tienen también un contrato
a tiempo completo, como cualquier otra trabajadora de cualquier otro sector, y
como los trabajadores y trabajadoras del teatro de aquellos países en que los
teatros son centros de creación artística y no mercados de distribución. Una
forma bien fácil, ya inventada y contrastada, de solucionar cuestiones bien
relevantes que afectan a los derechos de esos trabajadores y trabajadoras, en
cuestiones tan importantes como la sanidad o la seguridad social.

Revisando
la obra de Percy MacKaye tomamos conciencia de que mucho antes de que en
Francia, o en el Reino Unido, se plantease la cuestión de que el teatro es un
servicio público, o un bien cultural a promover, él incorpora el sintagma
“public service”, una y otra vez, de forma realmente reiterada, en las dos
obras que hemos citado, The Playhouse and
the Play (1909) y The Civic Theatre
(1912). Un servicio que él equipara al de la educación pública, pues ambos son
necesarios para la emancipación de la ciudadanía, para el desarrollo de la
democracia. Estamos pues no sólo ante una de las primeras voces que definen el
teatro como un servicio público, sino también ante una de las primeras defensas
de una política intervencionista de rango estatal en materia cultural y
teatral, que se propone además en un país con una manifiesta aversión al
intervencionismo. El teatro para MacKaye es una cuestión de Estado.
Leyendo
estos días algunas de las primeras declaraciones y/o formulaciones de esos
equipos de trabajo de nuestros queridos partidos y plataformas, tomamos conciencia
de que una vez más se olvida lo evidente: los
edificios teatrales no sólo son el centro neurálgico del sistema teatral, sino
que constituyen los medios de producción necesarios e imprescindibles para la
realización del trabajo escénico y para su recepción por parte del público.
Y la emancipación laboral y artística de los trabajadores y trabajadores de las
artes escénicas sólo será posible cuando conquisten, para un usufructo cívico,
democrático y responsable, esos medios de producción, para bien de toda la
ciudadanía, de toda la res publica y
de la misma república. Y no olvidemos que muchos de esos teatros, que son
medios, son de titularidad pública, no son ni de los políticos, ni de sus
partidos. SON PÚBLICOS.
Pero
buena parte de todo eso ya lo decían Carlos Marx y Federico Engels, los autores
del Manifest der Kommunistischen Partei publicado en Londres en 1848 (¡no lo oculten, carajo!). Y la clave,
entonces, como diría Antonio Gramsci desde la cárcel fascista, está en aceptar
la hegemonía o combatirla. Y muchos programas de muchos partidos son, también
en materia teatral, en su espíritu y en su letra, manifiestos de la clase
dirigente y dominante (gobierne o no), proclamas de la derecha política,
discursos para la dominación y el sometimiento. Un peligro para el teatro.
Which side are you on? es una canción muy célebre escrita en 1931 por la
activista social y política Florence Patton para apoyar la lucha de unos
mineros en Harlan County, Kentucky (EUA), que en ese año declaraban una huelga
bajo el lema, “Un salario para vivir”. Pues, por eso mismo, digamos: “Un teatro
para vivir”. Como clamaba Billy Bragg.